La Subsecretaría de Derechos Humanos
del Gobierno de la Provincia de Misiones está editando una serie de libros con testimonios de detenidos políticos, en esa provincia argentina, en la época de la dictadura cívico-militar de 1976-1983. Este texto se incluyó en el Tomo II del libro "Misiones, historias con nombres propios". Posadas, 2011.
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MI
PASO POR MISIONES
Norberto Alayón
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(*) Norberto Alayón. Trabajador
Social.
Ex Presidente de la Junta Provincial del
Frente de Izquierda Popular (FIP).
Candidato a Gobernador de Misiones por
el FIP en las elecciones del 13 de abril de 1975.
En la actualidad es
Profesor Regular Titular de la
Facultad de Ciencias Sociales de la UBA , donde se desempeñó como Vicedecano
entre 1998 y 2002.
Nací en 1945 en el barrio de Parque Patricios de la
ciudad de Buenos Aires, en un hogar de clase media baja. Mis padres fueron
obreros de la industria tabacalera.
Me
gradué de trabajador social en 1965 y el 15 de marzo de 1970 llegué a Posadas
para asumir la función de Profesor Titular a cargo de la Secretaría de Asuntos Académicos
de la Escuela
de Servicio Social, dependiente de la Universidad
Nacional del Nordeste (UNNE). En marzo de 1971 me radiqué con
mi familia en Corrientes, viajando todas las semanas a Posadas para el dictado
de mis clases. En marzo de 1972 retorné a Posadas, asumiendo con dedicación
exclusiva mi labor docente en dicha Escuela
universitaria.
El
país vivía en dictadura, la cual se había iniciado el 28 de junio de 1966 cuando
aquel general, proveniente del nacionalismo católico, Juan Carlos Onganía,
derrocó al gobierno constitucional de Arturo Umberto Íllia. El Cordobazo de 1969
dio por tierra con las aspiraciones de aquel pigmeo oligárquico, que recitaba
que la “Revolución Argentina” no tenía plazos, sino objetivos y que aspiraba a
gobernar por largos 20 años. Luego lo sucedieron otros dos militares: Roberto
Marcelo Levingston y Alejandro Agustín Lanusse.
A
pesar de la dictadura, que luego pasó a ser una “dictablanda” en relación con
las bestias mayores de marzo de 1976, se vivía un clima de altísimo voltaje
político, con significativos niveles de participación
social.
En
1971 yo había iniciado en Corrientes mi acercamiento a la “izquierda nacional”,
que dio origen a un nuevo partido político: el Frente de Izquierda Popular
(FIP). Y a mediados de 1972, ya en Posadas, formé parte de la Junta Promotora del
FIP en Misiones.
A
raíz de mi militancia en el FIP sufrí el primer hecho de discriminación
ideológica en la
Escuela de Servicio Social de la
UNNE. En junio de 1973 había sido designado
Secretario Académico de esa unidad académica y por presiones del Secretario de
Planeamiento de la
Universidad , Arquitecto Carabajal, como así también de los
servicios de informaciones locales, fui dejado cesante en el mes de
agosto.
En
noviembre de 1974, un denominado Comando Nordeste de la Alianza
Anticomunista Argentina (Triple A), amenazó mediante un escrito
remitido por correo que volaría el local partidario (ubicado en la calle Rioja
396 de Posadas) si no era cerrado en 24 horas.
En
las elecciones provinciales del 13 de abril de 1975, fui candidato a Gobernador
de la provincia por el FIP, siendo acompañado en la fórmula por Javier Aquino,
con la consigna partidaria en la boleta que proponía “Liberación Nacional y
Patria Socialista”.
Hacia diciembre de 1975 recrudecieron las amenazas y las
intimidaciones. Primero, fuerzas del Ejército allanaron mi domicilio particular,
sito en Carlos Pellegrini 116. Y luego se produjo el asalto y robo del local del
Partido, a la par de que un llamado Movimiento Cívico Argentino – Sección
Misiones profería amenazas de muerte a distintos dirigentes políticos, entre
ellos a mí.
Cuando se produce el golpe cívico-militar del 24 de marzo
de 1976 estuve unos días escondido, viajé a Buenos Aires y luego volví a
Posadas, donde en esos primeros días no se registraba un clima plagado de
detenciones y desapariciones como en otros lugares del país. Claro que no podía
abandonar mi trabajo en la
Universidad , pero ello me indujo al error.
Fue
así que el 5 de abril, alrededor de las 23 horas, un policía Ríos de civil y
otros “señores educados” se aparecieron en mi domicilio y concretaron mi
detención. Me llevaron en uno de los dos Ford Falcón en que se movilizaban al
Departamento de Policía y más tarde, en la caja de una camioneta, a la cárcel de
Candelaria. Ahí me encerraron en un Pabellón que, tragicómicamente, ostentaba en
la entrada un cartelito que decía “Fase de Socialización”. En rigor, no era que
el comunismo internacional había invadido al Servicio Penitenciario Federal de
Argentina, sino que ese pabellón albergaba a presos comunes, los cuales habían
sido trasladados hacia la parte de atrás de las instalaciones para poder recibir
a otro tipo de “delincuentes”.
Y a
partir de ese momento, mi vida quedó a cargo del Coronel Juan Antonio
Beltrametti, Jefe del Área Militar 232,
personaje oriundo de Concepción de la Sierra , cuñado del médico Raúl Justo
Lozano (que había sido Rector Normalizador de la Universidad
Nacional de Misiones) y primo hermano del ex Gobernador Luis
Ángel Ripoll. Para no aparecer como muy amargados, tal vez podríamos desplegar
un cántico que mentara “Beltrametti, Lozano, Ripoll: un solo
corazón”.
Así
fue pasando el tiempo, con incertidumbres, con vacíos, sin visitas de
familiares, sin abogados, sin correspondencia, sin noticias de mis padres que
vivían en Buenos Aires, ni de mi
compañera que vivía en Posadas, ni de mis dos pequeñas hijas que vivían en
Corrientes, sin saber casi nada del afuera, hasta que hacia el 25 de mayo me
notifican que el “amigo” Jorge Rafael Videla y su Ministro del Interior, Albano
Harguindeguy, me habían puesto a disposición del PEN (Poder Ejecutivo Nacional),
por medio del Decreto 427/76 que habían firmado el 14 de
mayo.
El
25 de mayo, después del recuento matinal diario, nos pusimos a cantar el Himno
Nacional, lo cual habíamos acordado por nuestra cuenta el día anterior. Ese día
nos dieron chocolate bien caliente como desayuno y al mediodía empanadas de
carne. ¡Todo un gesto fraternal y patriótico del Servicio Penitenciario Federal!
El “gesto”, obviamente, no me conmovió en lo más mínimo, pero mi pragmático y
apolítico estómago sí que lo agradeció, a pesar de los dictadores civiles y
militares que estaban arrasando con el país.
Eso
sí, en una o dos oportunidades nos mandaron un cura provocador, que ofició una
suerte de misa y que, “sin querer queriendo”, nos refregó la noticia de que
habían matado a Roberto Santucho en un operativo. Yo no era, ni soy religioso,
pero hubiera deseado que lo siguieran enviando al cura “oficialista”, porque me
podía distraer un rato, mitigando la soledad del
vacío.
Un
episodio común, natural, convocaba mi atención, y aún hoy sobresale en mi
memoria banal: observar a los pilinchos, los días de fuertes lluvias, escarbar
la tierra con su fuerte pico y engullirse a las lombrices y gusanos para
sobrevivir ellos y alimentar a sus propias crías.
Un
día cualquiera traen detenidos a cuatro jóvenes que habían cometido un delito
común: asaltar a unos mormones y, al no calibrar bien la época en que vivían, se
les ocurrió mandar un mensaje solicitando rescate o algo parecido. Rápidamente
fueron capturados, confundidos en un principio como activistas políticos. A los
pocos días a los cuatro les tomaron las medidas para proveerles del uniforme
correspondiente y pasaron al pabellón de atrás, el de los presos
comunes.
Hacia el 23 de setiembre, casi aún en la madrugada, nos
despertaron abruptamente, nos sacaron al pasillo, nos hicieron desnudar y volver
a vestir, nos esposaron, nos hicieron subir a un micro y nos llevaron de paseo.
¿A la cárcel de Posadas, a Resistencia, a dónde? Primó la cárcel de máxima seguridad de
Resistencia y comenzamos a visitar por dentro a la más renombrada U
7
En
la cárcel de Resistencia el “clima” era otro. Detenidos de todo el país, algunos
desde antes del golpe del 76, con algunos “pesos pesados”, que en la actualidad
volvieron a ocupar cargos políticos de relevancia, aunque no necesariamente sean
relevantes ellos por sí mismos.
Acudamos a otro episodio, para matizar y aliviarnos un
poco de la desgracia de aquella época. Un día llaman para ir a misa y me apresté
raudamente, a pesar de mi agnosticismo. La gran sorpresa no fue ver a los
detenidos montoneros entonar las canciones religiosas, habida cuenta de su
coherente origen. Mi asombro recayó en los miembros del ERP (de raigambre
marxista) que también ensayaban con unción las estrofas religiosas. Más tarde me
enteré del acuerdo respetuoso que habían acordado con un solidario cura, que
valientemente intercambiaba noticias del afuera, sin discriminar a los
familiares por tal o cual pertenencia política, práctica que a muchos de los
propios detenidos no les era común. A la siguiente misa, yo mismo -ferviente no
católico- respeté los códigos y hasta llegué a aprenderme de memoria algunas
estrofas litúrgicas.
Peticioné, en su momento, por la opción para viajar
exiliado al extranjero, pero no tuve respuesta alguna. Y así, soportando un
clima especial en el pabellón que me tocó, llegué al 23 de diciembre de 1976,
día que se produce la recuperación de mi libertad. En rigor, se trataba de la
excarcelación, porque libertad no existía ni adentro de las cárceles
(obviamente), ni tampoco afuera.
El
día anterior, como buen presagio, nos acicaló el peluquero de la cárcel a
aquellos que en definitiva íbamos a abandonar la penitenciaría chaqueña. La
pulcritud de los militares genocidas, que no dudaban en arrojar personas vivas
al mar o que torturaban aplicando la picana eléctrica en la vagina de mujeres
embarazadas con toda naturalidad, no habría de permitir que los liberados en esa
ocasión fueran vistos con rasgos de desprolijidad. Tampoco habían dudado cuando,
unos diez días antes, concretaron la terrible Matanza de Margarita
Belén.
Como despedida nos brindaron sandwiches de milanesa, nos
robaron efectos personales y parte del dinero que teníamos depositado por
nuestros familiares. Nos hacinaron en un micro celular y nos llevaron al
Regimiento militar de Resistencia. Con el apretujamiento, con el calor de
diciembre en el Chaco y con mi viejo asma, bajé casi desmayado. Y ahí, el
iluminado pedagogo Cristino Nicolaides (que se creía encarnado en una suerte de
Dios omnipotente) nos brindó una densa charla educativa, recordándonos que nos
daban la libertad, pero que ellos (los militares) sabían que habíamos cometido
actos indebidos y que por eso habíamos estado presos. La verdad que tenía razón Cristino: para su
lógica medieval, era un terrorista cualquier persona que aspirara a una sociedad
más justa e igualitaria.
A
partir de entonces, retorné a Buenos Aires sin trabajo alguno. Al salir de la
cárcel me enteré que había sido dejado cesante por la ley 21.260/76 de seguridad
nacional, en mi cargo de Profesor Titular de la Facultad de Ciencias Sociales de
la UNAM. Con fecha 5 de
abril de 1976 (el mismo día de mi detención), el coronel Walter César Ragalli,
Delegado Militar en la
UNAM , había firmado la Resolución N º 179
dando por finalizados -“por razones de seguridad”- mis servicios
docentes.
Dicha ley de “seguridad nacional”, del gobierno
inconstitucional, me impedía ocupar cargos públicos por cinco años. Y, en
consecuencia, como profesional del Trabajo Social, disciplina intrínsecamente
relacionada con la acción del Estado, estaba virtualmente inhibido para
desempeñarme laboralmente. De ahí que quedé compelido a intentar -con escasísimo
éxito además- llevar a cabo diversas y nada gratificantes actividades por fuera
de mi profesión, para mal sobrellevar la existencia
cotidiana.
En
Buenos Aires me encontré con mi madre moribunda, situación que yo desconocía
totalmente porque en la cárcel de Resistencia también estuve privado de visitas
y de correspondencia. Ella sufría del corazón y escuchó por radio mi nombre
entre los detenidos en Misiones en abril de 1976. De ahí en más se desbarrancó
totalmente, debiendo ser internada en distintos hospitales, aunque ya sin
posibilidades de recuperación. Falleció al poco tiempo de mi excarcelación: el
10 de febrero de 1977.
Mi
padre, muy resentido por todo lo mal vivido en ese período y enfermo pulmonar a
su vez, fue mejorando gradualmente, aunque no se llegó a recuperar del todo.
Falleció casi exactamente a los dos años de la muerte de mi madre: el 9 de
febrero de 1979.
Con
mi esposa y nuestro hijo de un año de edad, terminamos exiliándonos en Perú en
setiembre de 1979 y regresamos a Buenos Aires en julio de 1982, después de
la Guerra de
Malvinas y con Reynaldo Benito Bignone como el último Presidente de facto de la
feroz dictadura militar, que se había denominado a sí misma con el eufemismo de
“Proceso de Reorganización Nacional”.
Pero, a pesar de todo, todavía estamos de pié, todavía
“cantamos” en pos de una sociedad más justa. Nos golpearon fuerte, pero nos
fuimos rehaciendo. Nos hicieron retroceder, pero de a poco volvimos a avanzar. Y
para seguir avanzando es imprescindible no perder la memoria. Porque son muchos,
civiles y militares, los que apoyaron la dictadura desde distintos lugares y
cargos y ahora aparecen disimulando y reciclados, como si no hubieran tenido
ninguna responsabilidad en la barbarie generalizada de esa época. Porque la
memoria y el develamiento de quienes contribuyeron con la dictadura, resulta
indispensable para evitar la repetición de los hechos. Todo lo que se haga en
este sentido siempre será insuficiente, porque los genocidios -tanto en lo que
respecta al accionar de sus actores principales, como en los diversos grados de
complicidad que se registraron- no pueden ni deben ser
olvidados.
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