Publicado en Diario "Buenos Aires Económico". Buenos Aires. Setiembre 8 de 2010.
CAPITALISMO Y DESARROLLO
SOCIAL
Conviene recordar, taxativamente, que la existencia de la
pobreza deviene y está en la propia naturaleza del sistema capitalista. La
esencia del capitalismo se centra en la ganancia y en la acumulación, en
desmedro de la distribución equitativa de la riqueza socialmente producida, es
decir por todos.
El modelo de funcionamiento capitalista genera y
construye, por su propia lógica, una permanente conflictiva social, de muy
complejo abordaje. De todas maneras las propias sociedades capitalistas
igualmente fueron desarrollando instituciones sociales de protección, que
contuvieron parcialmente los
conflictos a partir de garantizar ciertas seguridades a quienes vivían de su
trabajo.
En las últimas décadas del siglo XX, el fundamentalismo
neoliberal arrasó con muchas de esas protecciones y destruyó buena parte de los
derechos sociales, dando lugar a un fuerte proceso de degradación social, que
acarreó innumerables y graves secuelas que llevará muchos años poder mitigar y
reparar.
Si la acumulación por parte de un sector social se basa
en la apropiación diferenciada de la riqueza y en una distribución desigual, la
construcción y cristalización de sectores ricos y pobres se transforma en algo
“natural”, inherente a las propias características del modelo de funcionamiento
social. De ello deriva la existencia de
sociedades duales, con polos opuestos de altísima concentración de riqueza por
un lado y de enorme concentración de exclusión y de pobreza por el
otro.
Se verifica, en consecuencia, la existencia de una
importante contradicción entre el capitalismo y la democracia. Con pobreza y
exclusión, la democracia pierde inexorablemente legitimidad. Pero el carácter esencialmente
antidemocrático del capitalismo se puede (y se debe) atenuar o neutralizar
políticamente por la acción del Estado, mediante el derecho laboral y las
políticas sociales.
Muchas de las críticas despiadadas a la presencia fuerte
y extendida del accionar del Estado y que propagandizaban las eventuales
bondades de un “Estado mínimo”, apuntaban -elíptica o abiertamente- hacia la
transformación del Estado y su desmantelamiento
como garante del bienestar general, tal como debe ser una de sus funciones
básicas. Si está “ausente” o defecciona el Estado como equilibrador de los intereses de los distintos sectores, la cruel
y voraz lógica del mercado se impondrá muy fácilmente, sin que nada, ni nadie
pueda controlarla o atenuarla.
En rigor, los Estados nunca están “ausentes”. Por
presencia o por “ausencia”, los Estados siempre están presentes. En el auge del
neoliberalismo, nuestros Estados no se “achicaron”; lo que aconteció es que
redefinieron sus objetivos y su presencia activa se direccionó abiertamente
hacia la defensa de los intereses de los sectores de mayor concentración y poder
económico. Era cierto aquello de que detrás de la propuesta de los Estados
mínimos, estaba la ambición de que se transformaran en Estados máximos… del
capital, vulnerando la noción de bienestar general y erosionando impúdicamente
los principios de equidad y solidaridad. En idéntico sentido operaba aquella
perversa promesa, impulsada exitosamente por la dictadura y luego por el
menemismo, de que “achicar el Estado es agrandar la
nación”.
Capital y trabajo son los factores esenciales en la
generación de riqueza. Ambos debieran ser considerados y valorados como
simétricos e igualables, en la perspectiva de la vigencia de relaciones humanas
que dignifiquen la vida social y la existencia de sociedades verdaderamente
democráticas en pos de un mundo sustentable para todos y
todas.
Durante el gobierno peronista de 1946-1952 la
distribución funcional del ingreso llegó a ser casi del 50 % para el capital y
50 % para los trabajadores. Después de la crisis del 2001 la participación de
los trabajadores cayó a menos del 30 % y, en la actualidad, estará por el 35
%.
Los capitalistas (pequeños, medianos o grandes) no son
personas “malas” en sí, que desean perjudicar a otras personas, por pura “maldad
innata”. Lo que acontece es que al asumir la propia “racionalidad” del
funcionamiento capitalista (el lucro, la ganancia), quedan irremediablemente
encorsetadas en una lucha feroz con sus pares competidores (de una misma rama de
actividades, por ejemplo), que los empuja -si quieren sobrevivir- a asumir las
reglas y rigores de la competencia y la rivalidad. Sólo la intervención del
Estado puede poner límites y otras regulaciones a los distintos intereses en
juego.
El desarrollo económico no implica automáticamente
desarrollo social. Para ello es necesario que el desarrollo económico vaya
acompañado de vigorosas políticas de Estado, de carácter distributivo, que
apunten a eliminar la pobreza y que tiendan hacia una mayor igualdad. Los impulsores
de aquella falaz y encandiladora “teoría del derrame”, nos proponían su
aceptación “a ciegas”, con el embuste del futuro goteo de riqueza que luego se
produciría, aunque después se verificó un enorme derrame de
pobreza.
Por cierto no es lo mismo la apropiación de riqueza por
la vía de un salario significativo que perciban los trabajadores, que la
distribución de la riqueza excedente por la vía de políticas de subsidios,
políticas asistenciales, etc. Por
supuesto, la variante preferida debiera ser la apropiación directa de riqueza
por parte de los trabajadores, y si se tuviera que optar entre apropiación y
distribución, la alternativa óptima sería la primera.
No obstante resulta estratégica la defensa, la
reivindicación y el fortalecimiento de los derechos sociales y la existencia de
amplias y crecientes medidas de inversión en lo social, ya que cumplen una
función de redistribución de la riqueza y de contribución hacia una mayor
igualdad en la sociedad. Toda medida que procure mejorar la distribución
(primaria o secundaria) de la riqueza requiere ser apoyada firmemente. Por
ejemplo, la moratoria previsional y la permanente actualización de las
jubilaciones, como así también la asignación universal por hijo constituyen
importantes políticas de distribución secundaria de la
riqueza.
Hace ya muchos años que venimos sosteniendo que en
nuestras injustas sociedades, todo lo que se le transfiere a los sectores
sociales previamente empobrecidos y vulnerados, es siempre inferior a lo que les
corresponde como seres humanos.
Enfatizamos que el empleo formal, los
salarios dignos, las políticas sociales universales y las políticas
asistenciales, nos conectan con una propuesta de sociedad que tienda hacia la
integración y no hacia la exclusión; que tienda hacia la equidad y no hacia la
injusticia social; que tienda hacia el fortalecimiento de una nación para todos
y no hacia la dualización de sus habitantes, con derechos marcadamente
diferenciados, según pertenezcan a uno u otro sector social.
En definitiva, la democracia política con
sólidos y extendidos derechos sociales podrá limitar
la intrínseca injusticia del sistema
capitalista.
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