lunes, 23 de abril de 2012


MIGUELITO de nombre, de apellido SOCIEDAD


Agosto de 2002                                                                                                 


El 19 de julio de 2002, Miguelito, un chico pobre del conurbano bonaerense, de 14 años, de padres desocupados, desertor escolar, protagonizó -como desesperado asaltante inexperto- un evidente hecho de violencia. Con armas, y otros dos participantes, asaltó un supermercado en el Gran Buenos Aires, robó las cajas, esperó con ingenuidad cuarenta minutos a que se abriera una caja fuerte, apagó las luces del local, cerró la puerta principal y, cuando quiso escapar, se encontró con 300 policías dispuestos lógicamente a detenerlo. Tomaron como rehenes a los clientes y al personal y se desató el trágico espectáculo. Miguelito vociferaba, amenazaba, rompía cosas, simulaba pegarle a la gente, se hizo un sándwich con muchos fiambres mezclados, comía dulce de leche y bebía cerveza, ananá fizz y sidra. Se descompuso en pleno asalto, vomitó, fue atendido por una chica, rompía y tiraba botellas a la calle, quería sacarle el arma a otro de los asaltantes, habló por teléfono con su madre y le dijo “Mami, estoy aquí con los chicos”, quiso hacerse el Robin Hood tirando monedas a la calle, devolviéndole a los asaltados lo que le habían robado y dándoles dinero del mismo que ellos habían sacado de las cajas. Finalmente, tambaleando por el alcohol, salió a la calle y se entregó. El episodio, que duró casi cuatro horas, fue transmitido a todo el país por televisión, en vivo y en directo.

Obviamente, el “delincuente” Miguelito pudo haber matado a alguien, agravando el ilícito cometido. Hubiera sido aún más terrible que esta “víctima-victimario” matara a otra persona, fuera un rehén o un policía. La degradación social que va ganando la cotidianidad, hiere severamente a los ciudadanos, nos mortifica cívica y psicológicamente y, en muchos casos, nos afecta individualmente de manera directa.      

La violencia estructural que diariamente sufre nuestra sociedad quedó en sombras ante la mediática acción de Miguelito. Un enjambre de filosos interpretadores de la realidad apareció en los medios –especialmente en televisión y radio- con saña tenaz, para imputar la feroz delincuencia precoz. Ninguno igual se llegó a preguntar por qué en la actualidad –para muchos chicos- es más fácil conseguir un arma de fuego que comprar un juguete o una pelota.

¿Por qué este tipo de acciones delictivas, que legítimamente nos asustan y deben ser prevenidas, nos “agitan” más que la delincuencia estructural impulsada –y gestionada directamente en muchos casos- por ciertos modelos económicos, por ciertos organismos nacionales y extranjeros, por ciertos políticos, por ciertos funcionarios, por ciertos dirigentes, por ciertos empresarios, por ciertos bancos, por ciertos sindicalistas, por ciertos asesores, por ciertos técnicos y especialistas?

Hace pocos días, en Santiago del Estero, unas 300 personas atacaron con furia la casa y el auto del diputado menemista José Figueroa. El ministro del Interior, Jorge Matzkin, atribuyó el episodio a las campañas y “naturalizó” el hecho expresando que las internas partidarias no son “escuelas de señoritas”.  En la reciente renuncia del gobernador de Santa Fe, Carlos Reutemann, a la pre-candidatura presidencial, se mencionó la posible existencia de amenazas probablemente originadas en el entorno menemista.

Claro, Miguelito es más fácil de atacar. Se lo podría caracterizar en el marco de las teorías lombrosianas, se lo podría encerrar en un reformatorio, se podría culpar a los padres, se lo podría matar, tal vez, como propician algunos pragmáticos “depuradores”. Con 14 años hoy, Miguelito nació en 1988. De 1988 a 2002, Argentina atravesó un período de descomposición y atraso nunca visto en su historia. Naturalmente, Miguelito es hijo de sus padres, pero socialmente no es sólo hijo de sus progenitores biológicos.

Es más difícil –por cierto- auscultar el grado de incidencia, en estas expresiones últimas de la descomposición social, de la tasa del 25 % de desempleo que hoy azota a la población, del 60 % de pobreza que se registra en el segundo cordón del conurbano bonaerense, de los millones de personas con hambre, de los millones de personas con salarios ínfimos. A ello se agrega el desmantelamiento o retracción de programas de protección y apoyo institucional para atender problemáticas de salud y familiares complejas, como seguramente será el caso del hermano esquizofrénico de Miguelito, quien -con 26 años- está internado en la colonia psiquiátrica Open Door, con una incapacidad del 90 por ciento.

La violencia del desempleo, la violencia de la pobreza, la violencia de los salarios miserables, la violencia del hambre, la violencia de la desnutrición y de la mortalidad infantil, la violencia de la ausencia de viviendas dignas, la violencia de los niños sin escolaridad, la violencia de la desesperanza y de la ausencia de futuro: ¿tendrá algo que ver con la tumultuosa violencia final de “los Miguelitos” que esta sociedad engendra?

Los adolescentes y los niños expresan y reconstruyen, con sus comportamientos, las características de la sociedad en la que viven. Por eso la prevención, que requiere de activas políticas públicas –tanto globales como puntuales- debe asumirse como el instrumento más idóneo para la disminución de la violencia.

La delincuencia y los delitos se construyen socialmente y luego, sólo en el eslabón más débil de la cadena, se aplican los castigos individuales, como una mágica creencia de haber solucionado el mal o para aliviar nuestra conciencia por lo que no hicimos oportunamente para prevenir.

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