martes, 24 de abril de 2012

MI PASO POR MISIONES. Abril 2010


La Subsecretaría de Derechos Humanos del Gobierno de la Provincia de Misiones está editando una serie de libros con testimonios de detenidos políticos, en esa provincia argentina, en la época de la dictadura cívico-militar de 1976-1983. Este texto se incluyó en el Tomo II del libro "Misiones, historias con nombres propios". Posadas, 2011.
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MI PASO POR MISIONES

Abril 2010.
                                                                                              Norberto Alayón (*)


(*) Norberto Alayón.  Trabajador Social.
Ex Presidente de la Junta Provincial del Frente de Izquierda Popular (FIP).
Candidato a Gobernador de Misiones por el FIP en las elecciones del 13 de abril de 1975.
En la actualidad es Profesor Regular Titular de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, donde se desempeñó como Vicedecano entre 1998 y 2002.             


Nací en 1945 en el barrio de Parque Patricios de la ciudad de Buenos Aires, en un hogar de clase media baja. Mis padres fueron obreros de la industria tabacalera.

Me gradué de trabajador social en 1965 y el 15 de marzo de 1970 llegué a Posadas para asumir la función de Profesor Titular a cargo de la Secretaría de Asuntos Académicos de la Escuela de Servicio Social, dependiente de la Universidad Nacional del Nordeste (UNNE). En marzo de 1971 me radiqué con mi familia en Corrientes, viajando todas las semanas a Posadas para el dictado de mis clases. En marzo de 1972 retorné a Posadas, asumiendo con dedicación exclusiva mi labor docente en dicha Escuela universitaria.

El país vivía en dictadura, la cual se había iniciado el 28 de junio de 1966 cuando aquel general, proveniente del nacionalismo católico, Juan Carlos Onganía, derrocó al gobierno constitucional de Arturo Umberto Íllia. El Cordobazo de 1969 dio por tierra con las aspiraciones de aquel pigmeo oligárquico, que recitaba que la “Revolución Argentina” no tenía plazos, sino objetivos y que aspiraba a gobernar por largos 20 años. Luego lo sucedieron otros dos militares: Roberto Marcelo Levingston y Alejandro Agustín Lanusse.

A pesar de la dictadura, que luego pasó a ser una “dictablanda” en relación con las bestias mayores de marzo de 1976, se vivía un clima de altísimo voltaje político, con significativos niveles de participación social.

En 1971 yo había iniciado en Corrientes mi acercamiento a la “izquierda nacional”, que dio origen a un nuevo partido político: el Frente de Izquierda Popular (FIP). Y a mediados de 1972, ya en Posadas, formé parte de la Junta Promotora del FIP en Misiones.

A raíz de mi militancia en el FIP sufrí el primer hecho de discriminación ideológica en la Escuela de Servicio Social de la UNNE. En junio de 1973 había sido designado Secretario Académico de esa unidad académica y por presiones del Secretario de Planeamiento de la Universidad, Arquitecto Carabajal, como así también de los servicios de informaciones locales, fui dejado cesante en el mes de agosto.

En noviembre de 1974, un denominado Comando Nordeste de la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A), amenazó mediante un escrito remitido por correo que volaría el local partidario (ubicado en la calle Rioja 396 de Posadas) si no era cerrado en 24 horas.

En las elecciones provinciales del 13 de abril de 1975, fui candidato a Gobernador de la provincia por el FIP, siendo acompañado en la fórmula por Javier Aquino, con la consigna partidaria en la boleta que proponía “Liberación Nacional y Patria Socialista”.

Hacia diciembre de 1975 recrudecieron las amenazas y las intimidaciones. Primero, fuerzas del Ejército allanaron mi domicilio particular, sito en Carlos Pellegrini 116. Y luego se produjo el asalto y robo del local del Partido, a la par de que un llamado Movimiento Cívico Argentino – Sección Misiones profería amenazas de muerte a distintos dirigentes políticos, entre ellos a mí.

Cuando se produce el golpe cívico-militar del 24 de marzo de 1976 estuve unos días escondido, viajé a Buenos Aires y luego volví a Posadas, donde en esos primeros días no se registraba un clima plagado de detenciones y desapariciones como en otros lugares del país. Claro que no podía abandonar mi trabajo en la Universidad, pero ello me indujo al error.

Fue así que el 5 de abril, alrededor de las 23 horas, un policía Ríos de civil y otros “señores educados” se aparecieron en mi domicilio y concretaron mi detención. Me llevaron en uno de los dos Ford Falcón en que se movilizaban al Departamento de Policía y más tarde, en la caja de una camioneta, a la cárcel de Candelaria. Ahí me encerraron en un Pabellón que, tragicómicamente, ostentaba en la entrada un cartelito que decía “Fase de Socialización”. En rigor, no era que el comunismo internacional había invadido al Servicio Penitenciario Federal de Argentina, sino que ese pabellón albergaba a presos comunes, los cuales habían sido trasladados hacia la parte de atrás de las instalaciones para poder recibir a otro tipo de “delincuentes”.

Y a partir de ese momento, mi vida quedó a cargo del Coronel Juan Antonio Beltrametti, Jefe del Área Militar 232,  personaje oriundo de Concepción de la Sierra, cuñado del médico Raúl Justo Lozano (que había sido Rector Normalizador de la Universidad Nacional de Misiones) y primo hermano del ex Gobernador Luis Ángel Ripoll. Para no aparecer como muy amargados, tal vez podríamos desplegar un cántico que mentara “Beltrametti, Lozano, Ripoll: un solo corazón”.

Así fue pasando el tiempo, con incertidumbres, con vacíos, sin visitas de familiares, sin abogados, sin correspondencia, sin noticias de mis padres que vivían en Buenos Aires,  ni de mi compañera que vivía en Posadas, ni de mis dos pequeñas hijas que vivían en Corrientes, sin saber casi nada del afuera, hasta que hacia el 25 de mayo me notifican que el “amigo” Jorge Rafael Videla y su Ministro del Interior, Albano Harguindeguy, me habían puesto a disposición del PEN (Poder Ejecutivo Nacional), por medio del Decreto 427/76 que habían firmado el 14 de mayo.

El 25 de mayo, después del recuento matinal diario, nos pusimos a cantar el Himno Nacional, lo cual habíamos acordado por nuestra cuenta el día anterior. Ese día nos dieron chocolate bien caliente como desayuno y al mediodía empanadas de carne. ¡Todo un gesto fraternal y patriótico del Servicio Penitenciario Federal! El “gesto”, obviamente, no me conmovió en lo más mínimo, pero mi pragmático y apolítico estómago sí que lo agradeció, a pesar de los dictadores civiles y militares que estaban arrasando con el país.

Eso sí, en una o dos oportunidades nos mandaron un cura provocador, que ofició una suerte de misa y que, “sin querer queriendo”, nos refregó la noticia de que habían matado a Roberto Santucho en un operativo. Yo no era, ni soy religioso, pero hubiera deseado que lo siguieran enviando al cura “oficialista”, porque me podía distraer un rato, mitigando la soledad del vacío.

Un episodio común, natural, convocaba mi atención, y aún hoy sobresale en mi memoria banal: observar a los pilinchos, los días de fuertes lluvias, escarbar la tierra con su fuerte pico y engullirse a las lombrices y gusanos para sobrevivir ellos y alimentar a sus propias crías.

Un día cualquiera traen detenidos a cuatro jóvenes que habían cometido un delito común: asaltar a unos mormones y, al no calibrar bien la época en que vivían, se les ocurrió mandar un mensaje solicitando rescate o algo parecido. Rápidamente fueron capturados, confundidos en un principio como activistas políticos. A los pocos días a los cuatro les tomaron las medidas para proveerles del uniforme correspondiente y pasaron al pabellón de atrás, el de los presos comunes.

Hacia el 23 de setiembre, casi aún en la madrugada, nos despertaron abruptamente, nos sacaron al pasillo, nos hicieron desnudar y volver a vestir, nos esposaron, nos hicieron subir a un micro y nos llevaron de paseo. ¿A la cárcel de Posadas, a Resistencia, a dónde?  Primó la cárcel de máxima seguridad de Resistencia y comenzamos a visitar por dentro a la más renombrada U 7

En la cárcel de Resistencia el “clima” era otro. Detenidos de todo el país, algunos desde antes del golpe del 76, con algunos “pesos pesados”, que en la actualidad volvieron a ocupar cargos políticos de relevancia, aunque no necesariamente sean relevantes ellos por sí mismos.

Acudamos a otro episodio, para matizar y aliviarnos un poco de la desgracia de aquella época. Un día llaman para ir a misa y me apresté raudamente, a pesar de mi agnosticismo. La gran sorpresa no fue ver a los detenidos montoneros entonar las canciones religiosas, habida cuenta de su coherente origen. Mi asombro recayó en los miembros del ERP (de raigambre marxista) que también ensayaban con unción las estrofas religiosas. Más tarde me enteré del acuerdo respetuoso que habían acordado con un solidario cura, que valientemente intercambiaba noticias del afuera, sin discriminar a los familiares por tal o cual pertenencia política, práctica que a muchos de los propios detenidos no les era común. A la siguiente misa, yo mismo -ferviente no católico- respeté los códigos y hasta llegué a aprenderme de memoria algunas estrofas litúrgicas.

Peticioné, en su momento, por la opción para viajar exiliado al extranjero, pero no tuve respuesta alguna. Y así, soportando un clima especial en el pabellón que me tocó, llegué al 23 de diciembre de 1976, día que se produce la recuperación de mi libertad. En rigor, se trataba de la excarcelación, porque libertad no existía ni adentro de las cárceles (obviamente), ni tampoco afuera.

El día anterior, como buen presagio, nos acicaló el peluquero de la cárcel a aquellos que en definitiva íbamos a abandonar la penitenciaría chaqueña. La pulcritud de los militares genocidas, que no dudaban en arrojar personas vivas al mar o que torturaban aplicando la picana eléctrica en la vagina de mujeres embarazadas con toda naturalidad, no habría de permitir que los liberados en esa ocasión fueran vistos con rasgos de desprolijidad. Tampoco habían dudado cuando, unos diez días antes, concretaron la terrible Matanza de Margarita Belén.

Como despedida nos brindaron sandwiches de milanesa, nos robaron efectos personales y parte del dinero que teníamos depositado por nuestros familiares. Nos hacinaron en un micro celular y nos llevaron al Regimiento militar de Resistencia. Con el apretujamiento, con el calor de diciembre en el Chaco y con mi viejo asma, bajé casi desmayado. Y ahí, el iluminado pedagogo Cristino Nicolaides (que se creía encarnado en una suerte de Dios omnipotente) nos brindó una densa charla educativa, recordándonos que nos daban la libertad, pero que ellos (los militares) sabían que habíamos cometido actos indebidos y que por eso habíamos estado presos.  La verdad que tenía razón Cristino: para su lógica medieval, era un terrorista cualquier persona que aspirara a una sociedad más justa e igualitaria.

A partir de entonces, retorné a Buenos Aires sin trabajo alguno. Al salir de la cárcel me enteré que había sido dejado cesante por la ley 21.260/76 de seguridad nacional, en mi cargo de Profesor Titular de la Facultad de Ciencias Sociales de la UNAM. Con fecha 5 de abril de 1976 (el mismo día de mi detención), el coronel Walter César Ragalli, Delegado Militar en la UNAM, había firmado la Resolución Nº 179 dando por finalizados -“por razones de seguridad”- mis servicios docentes.

Dicha ley de “seguridad nacional”, del gobierno inconstitucional, me impedía ocupar cargos públicos por cinco años. Y, en consecuencia, como profesional del Trabajo Social, disciplina intrínsecamente relacionada con la acción del Estado, estaba virtualmente inhibido para desempeñarme laboralmente. De ahí que quedé compelido a intentar -con escasísimo éxito además- llevar a cabo diversas y nada gratificantes actividades por fuera de mi profesión, para mal sobrellevar la existencia cotidiana.

En Buenos Aires me encontré con mi madre moribunda, situación que yo desconocía totalmente porque en la cárcel de Resistencia también estuve privado de visitas y de correspondencia. Ella sufría del corazón y escuchó por radio mi nombre entre los detenidos en Misiones en abril de 1976. De ahí en más se desbarrancó totalmente, debiendo ser internada en distintos hospitales, aunque ya sin posibilidades de recuperación. Falleció al poco tiempo de mi excarcelación: el 10 de febrero de 1977.

Mi padre, muy resentido por todo lo mal vivido en ese período y enfermo pulmonar a su vez, fue mejorando gradualmente, aunque no se llegó a recuperar del todo. Falleció casi exactamente a los dos años de la muerte de mi madre: el 9 de febrero de 1979.

Con mi esposa y nuestro hijo de un año de edad, terminamos exiliándonos en Perú en setiembre de 1979 y regresamos a Buenos Aires en julio de 1982, después de la Guerra de Malvinas y con Reynaldo Benito Bignone como el último Presidente de facto de la feroz dictadura militar, que se había denominado a sí misma con el eufemismo de “Proceso de Reorganización Nacional”. 

Pero, a pesar de todo, todavía estamos de pié, todavía “cantamos” en pos de una sociedad más justa. Nos golpearon fuerte, pero nos fuimos rehaciendo. Nos hicieron retroceder, pero de a poco volvimos a avanzar. Y para seguir avanzando es imprescindible no perder la memoria. Porque son muchos, civiles y militares, los que apoyaron la dictadura desde distintos lugares y cargos y ahora aparecen disimulando y reciclados, como si no hubieran tenido ninguna responsabilidad en la barbarie generalizada de esa época. Porque la memoria y el develamiento de quienes contribuyeron con la dictadura, resulta indispensable para evitar la repetición de los hechos. Todo lo que se haga en este sentido siempre será insuficiente, porque los genocidios -tanto en lo que respecta al accionar de sus actores principales, como en los diversos grados de complicidad que se registraron- no pueden ni deben ser olvidados.

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