EL DERECHO A LA ASISTENCIA
Norberto
Alayón (*)
(*) Profesor Titular Regular.
Facultad de Ciencias Sociales (Univ. de Buenos Aires).
Publicado en Diario "El Territorio". Posadas, Misiones (Argentina). Julio 27 de 2012.
http://www.territoriodigital.com/notaimpresa.aspx?c=9659432068827824
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La asistencia es un derecho. Lo
venimos sosteniendo y argumentando, por escrito, desde hace más de tres décadas.
Toda sociedad que, por las características que adopta para su funcionamiento,
primero pauperiza y excluye a buena parte de sus miembros, debe asumir
maduramente su responsabilidad por el daño ocasionado y disponerse a adoptar
profundas medidas reparatorias. Y debería hacerlo por la vía del derecho pleno,
o bien -mientras tanto- mediante políticas sociales y asistenciales que tiendan
a neutralizar el deterioro de las condiciones de vida de la población, a la par
de ir creando las condiciones para contribuir a la consolidación de un orden
social más justo y equitativo.
El derecho a la asistencia, no
cambia la naturaleza de las relaciones sociales vigentes en la sociedad. Pero sí
debilita la lógica de quienes defienden la continuidad de sociedades
inequitativas, y -a la vez- ética y estratégicamente contribuye a la reparación
de los problemas sociales, en la perspectiva de ir construyendo alternativas más
sólidas para un funcionamiento social más digno y más
humano.
Reconocer el derecho a la asistencia
implica la aceptación de que las personas a ser asistidas, básicamente carecen
-por las condiciones del funcionamiento social- de posibilidades para un
adecuado despliegue de sus potencialidades que, entre otras cosas, les permita
satisfacer autónomamente sus necesidades. Familias sin los medios suficientes
para la reproducción de su vida, con problemas de empleo, con ingresos
degradados, con problemas habitacionales, de salud, de escolaridad, no pueden
más que tender a repetir esas condiciones en las generaciones
siguientes.
Interferir e interrumpir ese proceso
social negativo, constituye una responsabilidad ética impostergable, pero
-además- implica asumir una imprescindible opción de fortalecimiento de la
democracia, en tanto una verdadera democracia no puede reconocerse como tal con
graves niveles de pobreza y exclusión.
En 1961, el médico argentino Regino
López Díaz, Director Nacional de Asistencia Social, afirmaba: “Es nuestra
aspiración común que este país no tenga necesidad de un organismo encargado de
la asistencia social”. ¡Cómo no coincidir con esa aspiración! Pero resulta que a
51 años de haber sido formulada, todavía no sólo no se concretaron los cambios
que hicieran innecesaria la asistencia, sino que se produjo un significativo
aumento de la pobreza y de la desigualdad social.
También el economista sueco Gunnar
Myrdal, que obtuvo el premio Nobel de Economía en 1974, manifestaba en 1968: “Mi
ideal es que se lleven a cabo reformas sociales tales -en los vastos campos de
la distribución del ingreso, la vivienda, salud pública, educación, el
enfrentamiento de la delincuencia, etc.- que el Servicio Social se vuelva más
bien innecesario o se transforme en algo muy especial, algo individualizado y
especializado, mientras no sea simplemente la administración de la legislación
social.” Pero esas “reformas sociales” (que también nosotros deseamos, profundas
y lo antes posible) no se cristalizaron a cabalidad. Y la asistencia, entonces,
continúa siendo necesaria.
Las políticas de asistencia son
insuficientes, pero hay algo mucho más insuficiente aún: la ausencia de
políticas de asistencia. Desconocer el derecho a la asistencia es precisamente
el posicionamiento que asumen los gobiernos conservadores, que tienden a
recortar los recursos destinados a la acción social, desertando de esta
responsabilidad estatal o bien transfiriéndola hacia modalidades voluntarias,
optativas y además escasas (alejadas del derecho), a ser encaradas por sectores
privados, empresariales o no.
Defender la idea de la asistencia
como derecho, exige también diferenciar esta concepción de aquellas modalidades
que, con lamentable frecuencia, transforman la asistencia en un recurso para la
construcción de relaciones clientelistas, generando dependencia y sumisión. Toda
persona o grupo que recibe algo (por la vía del no derecho), siempre queda en
deuda con el que se lo da. En ese caso, el que recibe debe a quien da. Por el
contrario, los derechos implican el reconocimiento de ciudadanía plena para toda
la población, fortaleciendo la autonomía y neutralizando la discriminación y la
diferenciación social.
Comprender esta ecuación, nos debe
impulsar a revalorizar la concepción de derechos, que es la que construye
democracia en serio. Y nos podrá ayudar a alejarnos de la desgraciada
descripción que contiene aquel proverbio africano, cuando afirma que “la mano
que recibe está siempre debajo de la mano que da.”
Buenos Aires, Julio de
2012.
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