Comparto la nota “LA
ASISTENCIA SOCIAL EN EL CONTEXTO CAPITALISTA”
Norberto
Alayón
Trabajador
Social. Profesor Consulto Facultad de Ciencias Sociales (UBA)
La asistencia social ha estado
históricamente ligada a la problemática de la pobreza, de la desigualdad. Pero
la pobreza (tanto en su generación como en la eventual atenuación de la misma)
no pertenece al campo de la asistencia social, sino al campo de la economía. Y
la economía expresa el proyecto político que se despliega en un período
determinado. En consecuencia, resulta necesario hacer alguna referencia al
capitalismo.
Y es que el capitalismo es el modelo
político-económico que predomina en el funcionamiento de nuestros países. Su
lógica y “racionalidad” se centra irreductiblemente en la búsqueda denodada del
lucro y la acumulación, sobre la base de la expoliación de la productividad del
trabajo de otros. Un modelo bien distinto tendríamos si los objetivos de la
producción no fueran la mera ganancia, sino la satisfacción de las necesidades
sociales.
El funcionamiento capitalista genera y
construye, por su propia lógica, una permanente conflictiva social de muy
complejo abordaje. De todas maneras, las propias sociedades capitalistas
igualmente fueron desarrollando instituciones sociales de protección, que
contuvieron parcialmente los
conflictos a partir de garantizar ciertas seguridades a quienes vivían de su
trabajo.
Sabemos que en las últimas décadas del
siglo XX el fundamentalismo neoliberal arrasó con muchas de esas protecciones y
destruyó buen parte de los derechos sociales, dando lugar a un fuerte proceso
de degradación social, que acarreó innumerables y graves secuelas que llevará
muchos años poder mitigar y reparar.
Cabría igualmente un par de
reconocimientos: a) el capitalismo ha contribuido al desarrollo de la sociedad,
aunque simultáneamente condujo a reproducir desigualdades estructurales; y b)
nuestros países han venido padeciendo un doble sufrimiento, por la presencia
del capitalismo y también por la falta de desarrollo capitalista.
Por ejemplo, el carácter parasitario y
ocioso de nuestra tradicional oligarquía, que se constituyó como una suerte de
“clase capitalista no burguesa”, obstaculizó el desarrollo industrial del país,
manteniendo en muchos casos relaciones de tipo cuasi feudal. La enorme riqueza,
obtenida por las grandes extensiones de campos y por la renta diferencial de la
tierra, condujo a estos sectores a evidenciar un comportamiento exento de
“dinamismo burgués” y anti industrialista. Con semejantes ganancias, los
terratenientes no estaban interesados en reinvertir sus beneficios.
Tal vez, de este origen “naturalmente
perezoso”, nuestras “burguesías nacionales” hayan encontrado una suerte de
modelo productivo a imitar, ligado a la búsqueda de ganancias desmedidas, con
un mínimo de riesgo e inversión o bien aprovechando protecciones, prebendas,
abusos y saqueos sobre el Estado para que respaldara sus intereses privados,
por sobre el bienestar del conjunto de la sociedad. Con frecuencia, esta
violación de la esencia misma del funcionamiento capitalista, ligada a la
inversión y al riesgo, constituye una conducta obstinada: quieren ganar
fortunas -y además en el menor tiempo posible- sin correr prácticamente ningún
tipo de riesgos.
De todos modos este capitalismo, aún
escuálido y atrasado, genera cierto desarrollo aunque -a la par, por supuesto-
habilita el mantenimiento de la pobreza y la desigualdad. Si la acumulación por
parte de un sector social se basa en la apropiación diferenciada de la riqueza
y en una distribución desigual, la construcción y cristalización de sectores
ricos y pobres se transforma en algo “natural”, inherente a las propias características
del modelo de funcionamiento social. De ello deriva la existencia de sociedades
duales, con polos opuestos de altísima concentración de riqueza por un lado y
de enorme concentración de exclusión y pobreza por el otro.
Pero el carácter esencialmente
antidemocrático del capitalismo se puede (y se debe) atenuar o neutralizar
políticamente por la acción del Estado, mediante el derecho laboral y las
políticas sociales.
Se requiere, entonces, de un Estado
que, aún capitalista, opere decididamente como regulador y garante pleno del
interés general de la sociedad, y en particular de los sectores más vulnerados,
por sobre el interés privado de los sectores del capital.
En suma, un Estado que, aún sin
trastocar de raíz la lógica central del capitalismo, pueda sentar las bases
para ir construyendo una democracia sólida con derechos sociales extendidos, lo
cual configurará estratégicamente otro tipo de sociedad, otro tipo de sistema
social, que no tenga que apelar al infame e inmoral asistencialismo.
La asistencia social opera como
instrumento mediador entre la economía y los efectos y resultados del modelo
económico en vigencia.
Para el Trabajo Social, repensar la
asistencia como derecho y recuperación de lo perdido o de lo que nunca se tuvo,
conduce a un cauce fructífero de potenciación de las distintas dimensiones de
la profesión. Lo asistencial, lo educativo, lo promocional, lo organizacional
deben fundirse en una práctica totalizante al servicio de los sectores
populares.
Las políticas de asistencia social
pueden cumplir básicamente dos funciones: de cobertura inmediata y también de prevención.
Son asistenciales precisamente en relación con la problemática que debe
ser reparada inmediatamente: satisfacer necesidades de alimentación, salud,
alojamiento, abrigo; y son, a la vez, preventivas
del deterioro a que lleva el sufrimiento y la carencia y que devienen en otras
problemáticas sociales difíciles de reparar, tales -por ejemplo- como el
abandono de hogar por parte de los adultos responsables o de los niños que
pierden toda contención, la deserción escolar, la drogadicción, la
delincuencia. Para tomar cualquier ejemplo corriente: si un niño no tiene
zapatillas, no sólo carece de calzado, sino que puede dejar de asistir a la
escuela, lo cual agrava su problemática.
La asistencia es un derecho. Toda
sociedad que, por las características que adopta para su funcionamiento,
primero pauperiza y excluye a buena parte de sus miembros, debe asumir
maduramente su responsabilidad por el daño ocasionado y disponerse a adoptar
profundas medidas reparatorias. Y debería hacerlo por la vía del derecho pleno,
o bien -mientras tanto- mediante políticas sociales que tiendan a neutralizar
el deterioro de las condiciones de vida de la población, a la par de ir creando
las condiciones para contribuir a la consolidación de un orden social más justo
y equitativo.
El derecho a la asistencia, no cambia
la naturaleza de las relaciones sociales vigentes en la sociedad. Pero sí
debilita la lógica de quienes defienden la continuidad de sociedades
inequitativas, y -a la vez- ética y estratégicamente contribuye a la reparación
de los problemas sociales, en la perspectiva de ir construyendo alternativas
más sólidas para un funcionamiento social más digno y más humano.
Reconocer el derecho a la asistencia
implica la aceptación de que las personas a ser asistidas, básicamente carecen
-por las condiciones del funcionamiento social- de posibilidades para un
adecuado despliegue de sus potencialidades que, entre otras cosas, les permita
satisfacer autónomamente sus necesidades. Familias sin los medios suficientes
para la reproducción de su vida, con problemas de empleo, con ingresos
degradados, con problemas habitacionales, de salud, de escolaridad, no pueden
más que tender a repetir esas condiciones en las generaciones siguientes.
Interferir e interrumpir ese proceso
social negativo, constituye una responsabilidad ética impostergable, pero
-además- implica asumir una imprescindible opción de fortalecimiento de la
democracia, en tanto una verdadera democracia no puede reconocerse como tal con
graves niveles de pobreza y exclusión.
Además, las propias contingencias de la
vida pueden conducir a cualquier persona a padecer accidentes que le generen
discapacidades puntuales, cuya atención y protección posterior es menester que
sea asumida por las instituciones específicas de todo Estado moderno.
Las políticas de asistencia son
insuficientes, pero hay algo mucho más insuficiente aún: la ausencia de
políticas de asistencia. Desconocer el derecho a la asistencia es precisamente
el posicionamiento que asumen los gobiernos conservadores, que tienden a
recortar los recursos destinados a la acción social, desertando de esta
responsabilidad estatal o bien transfiriéndola hacia modalidades de beneficencia
y de voluntariado, optativas y además escasas, a ser encaradas por sectores
privados (empresariales, religiosos, filantrópicos).
Sabemos que la asistencia social cumple
funciones diferentes según responda a la política general desplegada por gobiernos
populares o por gobiernos antipopulares. Representa, de este modo, diferentes
sentidos, según la naturaleza y los intereses de clase de los distintos
gobiernos.
En el caso de gobiernos populares que
propendan al desarrollo de las fuerzas productivas, a la defensa y ampliación
de las fuentes de trabajo, a la expansión del consumo, la asistencia opera en
la reparación de problemáticas y carencias puntuales que presenten los sectores
más vulnerados de la sociedad, representando -simultáneamente- una manera
indirecta de preservación salarial (o distribución secundaria de la riqueza)
por la vía de servicios y subsidios destinados a mejorar la calidad de vida de
la gente.
En ese sentido adquiere un carácter
complementario del rumbo general de la política económica, fortaleciendo la
perspectiva de derechos y de la necesaria vigencia de la justicia social.
Pero en el caso de gobiernos
antipopulares, como el del ex presidente Mauricio Macri, que reducen el empleo,
contraen los salarios, restringen los derechos laborales y generan marcada
pobreza y exclusión, las políticas asistenciales apenas implican un alivio
limitado y selectivo para las situaciones más críticas, mientras se mantienen
férreamente los objetivos de evidente concentración de riqueza a favor de
ciertos sectores sociales y en perjuicio de la búsqueda de la necesaria
igualdad social que transforme en digna la vida humana.
De ahí que la asistencia, en el marco y
perspectiva de los gobiernos antipopulares, confronta con el paradigma de
derechos, transitando hacia modalidades caritativas o filantrópicas que
robustecen la lógica asistencialista.
Sin atacar ni atenuar siquiera las
causales estructurales de la obscenidad del sistema capitalista, la labor
asistencial se transforma en puro asistencialismo en la línea del control
social y del disciplinamiento para contrarrestar el reclamo de la población por
los derechos. En definitiva, el asistencialismo es una excrecencia propia del sistema
capitalista.
En síntesis, sobre esta cuestión de la
asistencia, el aspecto clave a enfrentar será cómo seguir reivindicando el
conjunto de los derechos (es decir, trabajo formal, salarios dignos y políticas
sociales universales), sin dejar de lado -mientras tanto- la asistencia: porque la asistencia, reafirmamos, también
es un derecho de la gente.
Defender la idea de la asistencia como
derecho, exige también diferenciar esta concepción de aquellas alternativas
que, con lamentable frecuencia, transforman la asistencia en un recurso para la
construcción de relaciones clientelistas, generando dependencia y sumisión.
Toda persona o grupo que recibe algo (por la vía del no derecho), siempre queda
en deuda con el que se lo da. En ese caso, el
que recibe debe a quien da. Por el
contrario, los derechos implican el reconocimiento de ciudadanía plena para
toda la población, fortaleciendo la autonomía y neutralizando la discriminación
y la diferenciación social.
Comprender esta ecuación, nos debe
impulsar a revalorizar la concepción de derechos, que es la que construye
democracia en serio. Y nos podrá ayudar a alejarnos de la desgraciada
descripción que contiene aquel proverbio africano, que afirma que “la mano que
recibe está siempre debajo de la mano que da.”