EN CONTRA DE BAJAR LA
EDAD DE IMPUTABILIDAD
SE AGRADECE COMPARTIR
Hacia 1997 escribí una breve nota (“Adolescencia:
violencia y castigo”), posteriormente publicada en el libro “Niños y
Adolescentes” de Editorial Espacio, la cual se relaciona con las propuestas
actuales (una vez más reiteradas) de bajar la edad de imputabilidad.
En dicho texto expresábamos:
“Pareciera que cuando se habla de violencia,
de aumento de la violencia, la asociación más rápida y directa que hace la
sociedad está referida al castigo necesario para controlar dicha violencia,
para reprimirla, para que no prolifere.
Menos frecuente, o más tedioso para algunos,
resulta volver a pensar acerca del por qué de la violencia, de los orígenes
sociales de la misma, de modo de alejarnos de concepciones “biologicistas” y de
los impulsos de revancha primaria que nos suelen invadir.
Esta sensación y percepción primaria, poco
elaborada e irreflexiva, a menudo gana el pensamiento y la acción, ya no sólo
se los sectores frontalmente reaccionarios y punitivos, sino también el
pensamiento de muchos de nosotros, ante la incertidumbre, la indignación y el
miedo que nos producen determinadas acciones delictivas, especialmente las que
implican la pérdida de vidas humanas.
La primer pulsión, entonces, nos encamina a
la ecuación violencia-castigo; más violencia-más castigo; violencia
precoz-reducción de la edad de imputabilidad, para el castigo precoz.
Pensamos más en reprimir que en prevenir. La
prevención constituye una acción madura, reflexiva, moderna. La represión, por
el contrario, encarna posiciones de mero revanchismo, de disciplinamiento
socialmente diferenciado, de enmascaramiento de posiciones racistas.
¿A quiénes se castiga más en nuestras
sociedades? A los más pobres, a los más desprotegidos, a los más
estigmatizados. Los sectores sociales más vulnerados, ante la ausencia de
oportunidades, son virtualmente impelidos a la delincuencia y luego son los más
severamente castigados, configurando un férreo “círculo vicioso”, acerca de lo
cual la sociedad no puede eximirse (cándida o hipócritamente) de
responsabilidad.
La criminalización de la pobreza no es una
ficción; es una terrible constatación cotidiana y no sólo de esta época. Todos
sabemos que, a menudo, se detiene y se encausa a las personas por mera
“portación de cara”. Y cuando esa persona registra más de una causa (no importa
si la misma fue instruida indebidamente o aún si fue absuelta) ya queda
estigmatizada como “antisocial” o delincuente.
Una sociedad cabalmente moderna no debe ser impropiamente
permisiva, pero tampoco puede admitir -si se precia de democrática- la vigencia
de criterios inequitativos para la administración de la justicia.
Ni más castigo, ni aumento de las penas, ni
más cárceles, podrán combatir eficazmente la violencia, si no se ataca a ésta
en sus orígenes, en las causales de índole estructural que sobredeterminan su
presencia creciente.
Los castigos más severos, las condiciones
indignas y medievales de reclusión, la pena de muerte, no resuelven los niveles
de delincuencia y de violencia. Precisamente porque se abandona el lúcido y
necesario ejercicio de ahondar en el origen de estas problemáticas (que
indudablemente es social y no individual) para poder enfrentarlas en su génesis
más significativa.
Cada tanto las sociedades pretenden “limpiar”
su propia responsabilidad e impotencia y salen despavoridas a buscar “chivos
expiatorios” para redimirse momentáneamente.
Por eso la prevención, que requiere de
activas políticas públicas -tanto globales como puntuales- debe asumirse como
el instrumento más idóneo para la disminución de la violencia.
Si aumenta la violencia en una sociedad, más
que enloquecernos punitivamente para ver en cuánto aumentamos las penas o hasta
donde bajamos la edad de imputabilidad (hay quienes irresponsablemente hablan
de los 12 años), tendríamos primeramente que preguntarnos en cuánto aumentó la
pobreza, en cuánto aumentó el desempleo y el subempleo, en cuanto se
flexibilizaron y redujeron los salarios, en cuánto se debilitaron los derechos
a la salud, a la educación, a la vivienda, a la seguridad social. Es ahí donde
tenemos que buscar y atacar las causas principales de la violencia y no
meramente en los efectos últimos, aunque éstos resulten trágicamente
horrorosos.
La sociedad tiende a olvidar o desestimar el
profundo significado de violencia que entraña el padecimiento de pobreza
cotidiana. La realidad de la pobreza, en sí misma, es profundamente violatoria
y violenta.
Conviene aclarar que no nos sumamos a esas
posiciones discriminatorias y estigmatizantes, que relacionan mecánicamente el
aumento de la pobreza con el aumento directo de la violencia. Y que entonces
-desde esa asociación sesgada- concluyen en que los pobres son los principales
delincuentes. La mayor relación de los pobres no es con la criminalidad, sino
con la criminalización de la que son objeto.
Convivimos, a diario, con la violencia del
desempleo, con la violencia de los salarios insuficientes, con la violencia de
las familias pauperizadas, con la violencia de los niños y adolescentes sin
escolaridad, con la violencia de la desnutrición y la mortalidad infantil, con
la violencia de las viviendas insuficientes, con la violencia de los niños de y
en la calle, con la violencia del tráfico y venta de niños, con la violencia de
los narcotraficantes impunes, con la violencia de las mafias emparentadas con
los altos poderes, con la violencia del despojo a los jubilados, con la
violencia de la justicia no independiente, con la violencia de la ostentación
obscena de los enriquecidos vertiginosamente.
Si vivimos en este marco de violencia, ¡qué
tanto asombro y alharaca cuando un chico comete un acto violento! ¿Nos molesta
como sociedad porque el espejo nos devuelve la imagen de lo que somos?
¿Ansiamos encarcelarlo, hacerlo desaparecer de nuestra vista, si es adulto
aplicarle la pena de muerte, en una réplica miserable del acto instintivo de
los gatos cuando intentan ocultar su propia excrecencia?
Demasiado sanos son todavía nuestros
adolescentes, y especialmente los más pobres, quienes sometidos a una violencia
estructural sin parangón, no reaccionan en idéntico sentido y con igual
intensidad.
Si los adolescentes no están en la escuela o
en el trabajo, ¿dónde están?, ¿qué hacen?, ¿cómo y de qué viven? Seguramente ansiarán ir a bailar, asistir a
una cancha de fútbol, fumar, tomar una cerveza, invitar a su novia, tener
relaciones sexuales. Si no tienen autosustento y sus padres no los pueden
apoyar económicamente, ¿asumirán dócilmente verse privados de estas actividades
propias de su edad, mientras simultáneamente están inducidos, por la cruda
lógica del mercado, al consumo indiscriminado de lo útil y de lo innecesario?
¿procesarán racionalmente la certera percepción de que no tienen presente, ni
futuro, en este modelo societario de exclusión?
Cabe que nos interpelemos acerca de qué tipo
de sociedad estamos construyendo, para que luego, cuando estemos frente a la
terrible desgracia de que un niño o un adolescente mate a otra persona, no
salgamos despavoridos a buscar razones biológicas o genéticas en los “niños
asesinos”, a tratar de penalizarlos más severamente o a intentar bajar la edad
de imputabilidad para esos delitos.
La delincuencia y los delitos se construyen
socialmente y luego, sólo en el eslabón más débil de la cadena, se aplican los
castigos individuales, como una mágica creencia de haber solucionado el mal o
para aliviar nuestra conciencia por lo que no hicimos oportunamente para
prevenir.
Los adolescentes y los niños expresan y
reconstruyen, con sus comportamientos, las características de la sociedad en la
que viven.
Las sociedades que asumen modelos
político-económicos con un gran componente de violencia estructural (como la
pobreza, por ejemplo), terminan cosechando lo que siembran. De ahí que la clave
es la prevención y no el castigo.